No cabe duda que una de las grandes singularidades de este
país ha sido su gran salto en la educación de sus jóvenes. Ese gran legado
heredado de otras generaciones proviene de estigmas históricos que marcaron una
motivación a que sus descendientes tuvieran al menos lo que ellos no tuvieron,
una educación. Han pasado ya muchos años de aquellos años de post-guerra y las
nuevas generaciones han crecido con anhelos muy orientados a una educación que
conformara el futuro de un país. Hasta este punto, es indudable el gran
progreso y avance que hemos tenido.
Sin embargo en los últimos años vemos como la educación, tal y como se conceptualizó entonces, no consigue quizás esa evolución que en su momento fue muy clara. Me refiero a que es más simple comprender que hay que educar desde una infancia hasta una formación profesional o una universidad, pero conforme crecemos como sociedad y evolucionamos como profesionales y personas, parece que no acabamos de ver o comprender que la educación también debe crecer, transformarse y retar sus principios más básicos. Y cuando hablo de educación ya no es un concepto meramente escolar sino también hablamos de la formación ocupacional y de nuestra manera de tender nuestra profesionalidad. En este sentido, cada vez son más críticas las posturas que “exigen” un movimiento no solo cuantitativo sino cualitativo en la comprensión y aplicación de esta educación.
Sin embargo en los últimos años vemos como la educación, tal y como se conceptualizó entonces, no consigue quizás esa evolución que en su momento fue muy clara. Me refiero a que es más simple comprender que hay que educar desde una infancia hasta una formación profesional o una universidad, pero conforme crecemos como sociedad y evolucionamos como profesionales y personas, parece que no acabamos de ver o comprender que la educación también debe crecer, transformarse y retar sus principios más básicos. Y cuando hablo de educación ya no es un concepto meramente escolar sino también hablamos de la formación ocupacional y de nuestra manera de tender nuestra profesionalidad. En este sentido, cada vez son más críticas las posturas que “exigen” un movimiento no solo cuantitativo sino cualitativo en la comprensión y aplicación de esta educación.
Quizás es fácil decir que esto no va bien, o que podría ir
mucho mejor. Quizás podemos decir que existe esa famosa falta de sintonía entre
el mundo laboral y universitario, o entre la educación base y lo que significan
los retos de los jóvenes en el futuro, o también, claramente, entre la
formación que se hace en la empresa y la mejora de los profesionales. Si se han
fijado bien, no pongo el peso en una edad o en una etapa determinada.
Sencillamente considero que es estructural, y eso debería hacernos reflexionar
sobre los principales axiomas que en realidad componen nuestra percepción de lo
que entendemos que es una “buena” educación.
No es cuestión de teorizar solo de la situación actual en la
educación, sino de hablar de la aplicación de esta teorización. De hecho, lo
que normalmente fracasa de modo más claro es precisamente la implementación de
programas educativos que se suelen quedar en meras imágenes superficiales de la
transformación real.
Entendemos que la educación mejora a la persona en la
consecución de sus talentos o de sus competencias personales y profesionales. Y
que con tales fines intentamos aplicar una serie de principios u objetivos más
concretos que persiguen estos fines. Sin embargo, seguramente aquí es donde
encontramos el principal gap o desajuste entre lo que pensamos creemos y entre
lo que aplicamos. Es un buen momento este para tambalear poco a poco los
principios básicos que nos hablan de conocimientos y no de valores o de habilidades. Las
competencias reales de las personas se componen de esta triada mencionada, sin
embargo la educación parece solo centrarse en la primera y como veremos, de un
modo un tanto defectuoso. ¿A qué me refiero? Quizás aquí deberíamos
conceptualizar o comprender mejor qué queremos decir por conocimiento. Desde la
versión más tradicional, y tristemente más arraigada, de acumulación de
información creciente en complejidad, hasta las versión más actualizada de
análisis crítico personal de la información ponderada y afectada. Y es que aun
estamos luchando por conseguir avanzar en uno de los tres elementos dejando de
lado la posibilidad de la sinergia que significa el aprendizaje de los tres en
interacción constructiva.
No es este un discurso pesimista pero si realista de una
situación que requiere una transformación interna con ayuda externa. La
educación es la base del ser humano, de la humanidad, y es lo que nos convierte
en seres no solo pensantes sino vivientes. Y es que la educación nos tiene que
ayudar a vivir como personas felices donde el crecimiento y la mejora
fundamente nuestro sentido y con ello construyamos todos una sociedad que
avance no solo en la materialidad sino en la emotividad y la espiritualidad. Solo
desde el discurso participativo, solo desde el ejemplo, desde la acción real y
logro de objetivos podemos plantearnos un cambio educativo real en las aulas y
organizaciones. Y es que nos olvidamos que el ser humano nunca fue un recurso,
y si lo fue, quiere salir del armario.
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